La abuela se levantaba a las seis de la mañana y consideraba que ya
habíamos dormido todos bastante. Se ponía a gritarle al gato, uno de sus
pasatiempos favoritos, y cuando harta de dar vueltas en la cama te
levantabas a tomar el desayuno, ella amasaba delante de ti toda una
mezcla de carne, sangre y miga de pan que luego se convertirían en una
magníficas pelotas, pero que en ese momento era un contraste demasiado
fuerte para un recién levantado estómago.
En
la casa los animalillos provenientes del patio y las huertas vecinas
campaban a sus anchas, a pesar del uso a granel de la lejía, hasta que
apareció la muy eficiente gata Misi, que una vez en sus correrías
capturó una mantis religiosa, y una vez muerta, la levantaba con sus
patitas por los aires, una y otra vez, diciéndote miau para que
admiraras su proeza. Por supuesto, la jaleábamos sin dudar.
Conocer
a la abuela marcaba sin duda tu existencia, y aunque tenía muchos
defectos, era muy generosa; mis amigas siempre estaban por allí,
quedándose a dormir, a comer o a cenar. Una de las cosas que decidí
cuando empecé mi adolescencia fue dejar de ayudar a la abuela a matar
los conejos. No era un trabajo excesivo porque consistía únicamente en
sujetarle las patas al conejo para que la abuela le cortara certeramente
el cuello. Yo siempre miraba a otro lado mientras lo hacía. Luego, para
qué engañarnos, el conejo estaba suculento en el plato.
Mis
amigas de la ciudad alucinaban con las costumbres del pueblo y la verdad
es que lo pasábamos pipa. Una noche que no salí pero las demás sí, oí
un gran estruendo en la cocina. Me levanté y flipé con la imagen de
Estela, que llevaba un abrigo negro con las solapas levantadas, la
melena rubia desordenada y bamboleante, y agitaba la escoba con ahínco
una y otra vez para liquidar a un pequeño ratón. Parecía una imagen
fantasmagórica. El resto de las amigas gritaban aterradas subidas a las
sillas y sillones de la gran cocina ante la visión del pequeño roedor.
La
moda era entonces que todas las niñas de 14 años llevaran minifaldas
con profusión de volantes y lunares, que ahora que lo pienso eran
horrorosas, pero entonces yo creía que eran ideales. Y además, uno ansía
siempre lo que no tiene. Mi abuela decidió que aquélla era una moda
indecente, así que yo siempre iba con vestidos largos con puntillitas
hasta los pies, lo que me hacía sin duda diferente, y a esa edad no
quieres ser diferente de ningún modo.
El pueblo ahora ha crecido
mucho, pero los niños siguen jugando por la huerta, ejerciendo una
preciosa libertad que yo también disfruté en mi infancia. La abuela ya
no está, pero a veces, cuando la rememoro, creo oler el aroma a
almendras perfectamente tostadas para el aperitivo, y no olvido el sabor
exquisito de sus guisos cuando nos reunía a todos en torno a la mesa
familiar.
La casa familiar sigue en pie. Y creo que mi vida de
ahora es mejor en parte gracias a lo feliz que fui allí. Porque los
mejores recuerdos nos acompañan por la vida y quizás nos hacen sonreír
en un momento inesperado…
No hay comentarios:
Publicar un comentario