lunes, 18 de marzo de 2013

Cuento de la abuela

La abuela se levantaba a las seis de la mañana y consideraba que ya habíamos dormido todos bastante. Se ponía a gritarle al gato, uno de sus pasatiempos favoritos, y cuando harta de dar vueltas en la cama te levantabas a tomar el desayuno, ella amasaba delante de ti toda una mezcla de carne, sangre y miga de pan que luego se convertirían en una magníficas pelotas, pero que en ese momento era un contraste demasiado fuerte para un recién levantado estómago.


En la casa los animalillos provenientes del patio y las huertas vecinas campaban a sus anchas, a pesar del uso a granel de la lejía, hasta que apareció la muy eficiente gata Misi, que una vez en sus correrías capturó una mantis religiosa, y una vez muerta, la levantaba con sus patitas por los aires, una y otra vez, diciéndote miau para que admiraras su proeza. Por supuesto, la jaleábamos sin dudar.

Conocer a la abuela marcaba sin duda tu existencia, y aunque tenía muchos defectos, era muy generosa; mis amigas siempre estaban por allí, quedándose a dormir, a comer o a cenar. Una de las cosas que decidí cuando empecé mi adolescencia fue dejar de ayudar a la abuela a matar los conejos. No era un trabajo excesivo porque consistía únicamente en sujetarle las patas al conejo para que la abuela le cortara certeramente el cuello. Yo siempre miraba a otro lado mientras lo hacía. Luego, para qué engañarnos, el conejo estaba suculento en el plato.

Mis amigas de la ciudad alucinaban con las costumbres del pueblo y la verdad es que lo pasábamos pipa. Una noche que no salí pero las demás sí, oí un gran estruendo en la cocina. Me levanté y flipé con la imagen de Estela, que llevaba un abrigo negro con las solapas levantadas, la melena rubia desordenada y bamboleante, y agitaba la escoba con ahínco una y otra vez para liquidar a un pequeño ratón. Parecía una imagen fantasmagórica. El resto de las amigas gritaban aterradas subidas a las sillas y sillones de la gran cocina ante la visión del pequeño roedor.

La moda era entonces que todas las niñas de 14 años llevaran minifaldas con profusión de volantes y lunares, que ahora que lo pienso eran horrorosas, pero entonces yo creía que eran ideales. Y además, uno ansía siempre lo que no tiene. Mi abuela decidió que aquélla era una moda indecente, así que yo siempre iba con vestidos largos con puntillitas hasta los pies, lo que me hacía sin duda diferente, y a esa edad no quieres ser diferente de ningún modo.

El pueblo ahora ha crecido mucho, pero los niños siguen jugando por la huerta, ejerciendo una preciosa libertad que yo también disfruté en mi infancia. La abuela ya no está, pero a veces, cuando la rememoro, creo oler el aroma a almendras perfectamente tostadas para el aperitivo, y no olvido el sabor exquisito de sus guisos cuando nos reunía a todos en torno a la mesa familiar.

La casa familiar sigue en pie. Y creo que mi vida de ahora es mejor en parte gracias a lo feliz que fui allí. Porque los mejores recuerdos nos acompañan por la vida y quizás nos hacen sonreír en un momento inesperado…

No hay comentarios:

Publicar un comentario